Columna de Carlos Meléndez: La salida de Dina



El gobierno de Dina Boluarte es uno de los más impopulares en un país, como Perú, acostumbrado a pobres niveles de aprobación presidencial. Según los últimos sondeos, la mayoría la rechaza (IEP le otorga 11%) y pide adelanto de elecciones (80% a favor). Si bien su sucesión obedeció a procedimientos pautados formalmente y sin interpretaciones polémicas (como sucedió con anteriores transferencias), la actual Presidenta peruana no puede inferir que el suyo ha sido un traspaso prolijo y dado en contexto de normalidad. Su ascenso al poder costó decenas de víctimas mortales de sus conciudadanos, sin que ello haya supuesto, todavía, una pizca de rendición de cuentas. Boluarte se ha asentado en el Palacio de Pizarro a costa de una impunidad compartida con el Congreso y otras instituciones políticas. Pero, aun así, ¿podría la Mandataria enrumbar ese malestar general y su propio prestigio?

Este 28 de julio, la Presidenta peruana tiene la oportunidad, durante su cuenta pública, de enmendar el destino de su gobierno en la historia y el suyo propio. En un país de instituciones corroídas por crisis de representación endémica y corrupción estructural, la legitimidad constitucional de su mandato luce insuficiente. Sin embargo, bien puede relegitimar su administración y producir un mejor legado político, sin cambiar ni un milímetro las reglas de juego democráticas en Perú, sino todo lo contrario: profundizándolas. Los politólogos solemos decir que cuando la democracia representativa se está ahogando, se requiere tirar el salvavidas de la democracia directa.

Boluarte podría presentar al Legislativo un proyecto de ley para convocar a un referéndum que consulte en las urnas el momento de su salida (anticipada o no), dejando al Congreso definir su propio destino. Este tipo de plebiscito tarda un semestre en prepararse. De ser debatido y aprobado por el Parlamento peruano (obligado por la presión y por su agónico 6% de aprobación), podría realizarse a finales de este año o principios del próximo. De favorecerse la opción anticipada (que es lo más probable), organizar elecciones presidenciales (y legislativas complementarias, dependiendo del debate) se tomaría otros ocho meses (agosto de 2024) y, luego de una primera y segunda vueltas, las nuevas autoridades electas podrían posicionarse a finales de 2024 o inicios de 2025.

Esta propuesta (optimista y voluntariosa, debo reconocer) traería varios efectos positivos. Primero, posibilitaría a Boluarte hacer campaña para quedarse hasta el 2026 (incluso una derrota con 25% a favor de su permanencia, es un significativo capital político en Perú). Aunque pierda, los presidentes interinos, en medio de tempestades políticas, requieren su propia elección (como bien lo supo entender Vizcarra). Asimismo, mostraría a la comunidad internacional su talante democrático y la opinión pública peruana dejaría de percibirla como “autoritaria” y “de derecha”, como señalan las encuestas. Pero, sobre todo, le daría al país (a la clase política, a los inversionistas) mayor certidumbre.

No se trataría de una renuncia cualquiera, ni inmediata -como piden sus opositores-, sino de una salida consultada popularmente. Y para una política huérfana de partido, permitiría aprovechar su mejor momento (un sector pragmático de la sociedad, saluda que la Mandataria haya sobrellevado una nueva ola de protestas). Sería una salida digna para quien, de otro modo, pasará a la historia como “traidora” y “asesina”, justo como la etiquetan todos los días sus detractores.

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

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